El Espectador. Especiales |17 Dic 2011. Yo estuve en...
Por: Miguel Samper Strouss / Director de Justicia Transicional, Ministerio de Justicia
El presidente Juan Manuel Santos, el ministro del Interior Germán Vargas Lleras y el secretario general de la ONU Ban Ki-Moon. / EFE |
La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, sancionada en un hecho histórico el pasado 10 de junio por el presidente Juan Manuel Santos, se convirtió en la principal bandera del Gobierno.
Cuando me propusieron preparar estas páginas recordé con cierta nostalgia, pero meridiana angustia, una de las primeras conversaciones que sostuve con el ministro Germán Vargas quince días antes de posesionarme en el entonces Ministerio del Interior y de Justicia:
—Ministro, si bien aún no me he posesionado, dígame en qué le puedo ir ayudando —indagué en un intento adulador de quedar bien con el jefe.
—Necesito que prepare un proyecto de ley de víctimas —sentenció muy serio el ministro.
Pero, no voy a recaer en el error en el que recientemente han incurrido algunos al asumir el crédito individual por la preparación de la Ley de Víctimas. Fundamentalmente, porque no es cierto.
La propuesta radicada, en un hecho sin precedentes, por el propio presidente Juan Manuel Santos el 27 de septiembre de 2010, tomó como base el texto del proyecto preparado por el Partido Liberal en la legislatura anterior, y en las reuniones preparatorias participaron congresistas de diversas vertientes políticas, así como funcionarios de varias entidades del Estado.
Si bien las modificaciones fueron sustanciales, lo cierto es que mi papel en esta fase se concentró en la incorporación de estándares internacionales, la generación de claridades conceptuales y el ajuste del texto a la necesidad del Gobierno de diseñar un mecanismo de justicia transicional en favor de las víctimas. La construcción de la propuesta fue, entonces, absolutamente conjunta y concertada.
Incluso, durante la madrugada del día anterior a la radicación, aún estábamos trabajando en dos versiones del texto, esperando el indispensable aval del Ministerio de Hacienda: una que creaba una nueva institución para implementar las medidas de la ley y otra, la que finalmente fue radicada, que contemplaba la creación de una dependencia especial para el efecto al interior de Acción Social.
Finalmente, y luego de un arduo trabajo, el balón estaba en la cancha del Congreso. Sentí un alivio temporal, y sí que fue temporal: a la semana siguiente estábamos sentados con los 10 ponentes designados por la Comisión Primera de la Cámara para iniciar el proceso de acompañamiento en la preparación de la ponencia. Proceso que se repitió en cada uno de los cuatro debates, pues el objetivo era que todas las fuerzas políticas, sin excepción, quedaran conformes con el texto propuesto para cada una de las discusiones.
Lo que pocos saben es que la tarea más compleja no tenía lugar durante las largas jornadas de concertación previas a la radicación de la ponencia, ni cuando se empezaban a votar los artículos, así los ojos del país se concentraran en el momento en que saliera humo blanco de los salones del Capitolio. La función maratónica ocurría en los momentos previos a las votaciones.
La proposición es un instrumento a través del cual los congresistas, precisamente, proponen modificaciones en el articulado. Si se hubieran votado todas y cada una de las 170 proposiciones radicadas en la Comisión Primera de la Cámara, las 230 que llegaron a haber en la plenaria de la Cámara, las 110 consignadas en la Secretaría de la Comisión Primera del Senado o las 160 que hubo en la plenaria del Senado, el proyecto de ley hubiera sido aprobado a finales del cuatrienio del presidente Santos.
Por ello, la concertación debía surtirse con cada uno de los senadores y representantes que habían radicado esas propuestas modificatorias, para incluirlas de alguna forma que no implicara trabas en el proceso legislativo o para retirar aquellas que no podían ser incluidas. Por poner un ejemplo, en la plenaria de la Cámara fueron retiradas 70 proposiciones cuando el Gobierno pudo concertar una modificación que era trascendental y no negociable para un representante. Repito: una por 70.
Al final, como caricaturescamente lo describió un amigo avezado en el trámite legislativo, el proceso fue radicalmente distinto en la Cámara y en el Senado, debido a que el Senado es como una corrida de toros: el matador (en este caso el ministro) sabe hacia qué lado debe hacer el pase, entiende el toro, sabe para dónde va y no puede dejarse embestir, porque podría tener resultados fatales. En cambio la Cámara es como una corraleja: uno nunca sabe de dónde puede salir una vaquilla con 70 proposiciones.
Entre todas esas proposiciones, circulaba siempre en el ambiente una que hubiera significado el hundimiento del proyecto: la que proponía excluir a las víctimas de agentes del Estado. Esta propuesta, que por suerte nunca fue radicada pero que siempre se avecinaba amenazante desde fuera del Congreso, fue finalmente sepultada con una decisión del presidente que cambió el curso de la iniciativa: el reconocimiento de la existencia del conflicto armado interno.
Luego de largas jornadas de discusión, concertación y dedicación del equipo de trabajo que conformamos en la Dirección de Justicia Transicional, de todos los ministerios, de Acción Social y de la Unidad Nacional; después de nueve meses de desvelos diarios de mi esposa, de contratiempos, aciertos, triunfos y derrotas, el presidente de la República sancionó la tan esperada ley 1448 de 2011 en presencia de la comunidad internacional y del secretario general de las Naciones Unidades, así como ante los ojos de cuatro millones de personas que han sufrido en carne propia las consecuencias del conflicto armado y que llevan esperando años por una reparación justa y adecuada.
Con el equipo de la Dirección pudimos ser partícipes activos de ese momento histórico, gracias al liderazgo y confianza del ministro Vargas. Luego, bajo la coordinación del ahora ministro de Justicia y del Derecho, tuvimos la oportunidad de articular un proceso de diseño de la reglamentación que se caracterizó por ser amplio, participativo e incluyente, pues fueron recibidos, a través de la activación de diversas estrategias de participación, más de 7.900 comentarios de las víctimas, autoridades locales, organizaciones y la sociedad civil.
Ahora es, entonces, el momento ideal para que comience la construcción de ese modelo de justicia transicional que, según la concepción siempre acertada del ministro Juan Carlos Esguerra, no sólo incentive la desmovilización sino que reduzca las brechas sociales que alimentan el conflicto.
Por ello, tengo un anhelo pendiente: poder ser testigo también del momento en que la desigualdad social en el país sea reducida a través de la reparación integral de todas las víctimas del conflicto. La justicia transicional, a fin de cuentas, tiene ese objetivo central: construir el puente hacia la reconciliación nacional y, eventualmente, hacia la paz, sobre pilares sólidos de equidad social, redistribución del ingreso y de la tierra y reconocimiento de los derechos de las víctimas. Ojalá pueda volver a escribir estas líneas en 10 años (o los que hagan falta), cuando hayamos presenciado la reparación de la última víctima del conflicto armado.
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