Por María Jimena Duzán
Allí deberían estar todas las víctimas, así sean de izquierda, de derecha o de centro. Las de las minas quiebrapatas y las de los falsos positivos.
Sábado 28 Enero 2012
Vengo cavilando desde hace un tiempo sobre cómo sería ese museo de la historia que plantea la Ley de Víctimas y pensando con el deseo he llegado a la siguiente conclusión: uno sí quisiera que ese museo se convirtiera en un espacio para la reflexión sobre lo que nos pasó en los últimos 40 o 50 años. Y no una reflexión cualquiera, sino una hecha a partir de las víctimas, de su dolor, de lo que perdieron y de lo que eso significó para sus vidas. Que no nos pase lo que nos sucedió en la guerra contra Pablo Escobar, cuya vida y horrores aún nos siguen eclipsando al punto de que en nuestro imaginario ya se nos han ido olvidando el reguero de víctimas que nos dejó.
Obviamente esta no es una tarea fácil y, en un país donde todavía no hay un consenso en torno a lo que realmente nos pasó en los últimos 30 años, esta puede ser una hazaña tan difícil como la de conseguir devolverle la tierra a los campesinos desterrados en medio del conflicto.
A pesar de esos escollos, como víctima de este conflicto aspiraría a que ese museo cumpliera por lo menos con cuatro preceptos básicos: el primero de ellos es que el museo tiene que servir para devolverle a las víctimas su dignidad, así muchos sectores aún hoy estén reticentes a hacerlo. Que el hecho de ser víctima y de declararse como tal deje de ser un lastre y un motivo de vergüenza.
El segundo precepto sería el de establecer de manera clara y contundente que en Colombia no hay víctimas de primera ni de segunda clase y que, por consiguiente, todas las víctimas -las de los narcos, las de los paramilitares, las de la guerrilla y las de los agentes del Estado- deben ser reconocidas y tratadas con el mismo respeto. Un museo en el que las víctimas no tengan estatus social sería el sueño de muchos de los colombianos que han padecido tan hirientes divisiones.
Allí deberían estar todas las víctimas de este país, así sean de izquierda, de derecha o de centro; las de las minas quiebrapatas de las Farc y las de los falsos positivos; las de Pablo Escobar y las del Mono Jojoy; las del Palacio de Justicia y las de los hermanos Castaño. Las víctimas del Eme, los hijos de los políticos asesinados de la UP, los Pizarro, familiares de desmovilizados que han sido asesinados, y los líderes que están abogando por la restitución de tierras y que también han sido asesinados. Que no se nos olvide ni uno de los caídos. Con un solo olvido se pierde el equilibrio y se terminará inclinándose hacia un lado.
El tercer precepto sería el de que ese lugar fuera concebido con el objeto de visibilizar a las miles de víctimas sin cara que han caído en el fuego cruzado del conflicto colombiano en estas últimas décadas. Yo quiero saber cómo vivían ellos antes de que la guerrilla los atropellara o antes de que los narcoparamilitares asesinaran a sus hermanos o padres para quitarles la tierra y cómo han sobrevivido desde entonces. Que nos cuenten cómo fue su desplazamiento forzado del campo a la ciudad y cómo les tocó partir de sus finquitas el día menos pensado para ir a vivir en un barrio de marginados en una de las grandes ciudades. Solo así las nuevas generaciones -que hoy no saben qué fue lo que pasó en el Magdalena Medio hace veinte años, o qué pasó en el pueblo de Chengue, y que en El Salado hubo una masacre- sepan lo que allí sucedió y recuerden el horror de lo vivido por muchos colombianos.
El cuarto precepto es el más importante, pero el más difícil: hacer un museo en el que el horror de la guerra se muestre de tal forma que sirva para crear en los colombianos la conciencia de que estos horrores no se pueden volver a repetir.
Hacer esto, en un país donde el conflicto no se ha terminado, puede ser una quimera. Pero por algo se empieza. Y así en este país se viva aún en medio de memorias fracturadas y de balas que se disparan de lado y lado, hay un montón de colombianos que no queremos más guerra.
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