La justicia colombiana está atravesando uno de los peores momentos de su historia. La reforma que está proponiendo el gobierno podría ser solo un paño de agua tibia para solucionar uno de los problemas más graves que tiene el país.
La crisis de la justicia en Colombia por momentos tiene cara de catástrofe. De cada cien asesinatos, solo en siete de los casos se logra encontrar al culpable y condenarlo. Esto quiere decir que de un año como 2009, cuando se presentaron 15.800 asesinatos, solo se conocerán los responsables de 1.106. ¿Qué pasa con los 14.694 asesinos restantes?
Artículo de Semana.com
Ese pésimo resultado no se da, necesariamente, por falta de competencia de los encargados de impartir justicia. Lo que ocurre es que el sistema está diseñado para que haya impunidad. Hoy en Bogotá, por ejemplo, existen 25 fiscales dedicados a investigar estos crímenes; en teoría, a cada uno le tocaría resolver cerca de 65 de los asesinatos ocurridos el año pasado en la capital. Lo cual, en la práctica, parece imposible.
Peor aún. El hecho de que capturen o condenen a los culpables no garantiza un castigo ejemplar. A uno de cada cuatro presos se le da casa por cárcel. Y de ese beneficio han gozado delincuentes tan peligrosos como Kener, jefe de sicarios de la oficina de Envigado, quien se burló del grillete electrónico y provocó un escándalo con su fuga.
Con toda razón, el alcalde de Medellín, Alonso Salazar, pidió auxilio la semana pasada. "Si el presidente Santos no nos ayuda en este momento con hechos, pueden pasar cosas más dramáticas en la ciudad", exclamó. Según él, en Medellín hay criminales que llevan más de diez años en el bajo mundo y aún no tienen expediente alguno abierto. El director de la Policía, general Óscar Naranjo, también encendió las alarmas: denunció que este año han capturado a 18.000 por porte ilegal de armas y el 90 por ciento de ellos ya están hoy libres. Lo más escandaloso es que peligrosos delincuentes quedan en libertad porque fiscales y jueces de garantías no se habían enterado de que se aumentó a cuatro años la pena para ese delito.
El fiscal general, Guillermo Mendoza, también es muy crítico y dice que aún no se ha podido atacar la delincuencia del día a día. Pero también anota que "eso sucede incluso en Estados Unidos, donde tienen una gran fuerza de policía judicial". Y eso es cierto. Pero la diferencia es que mientras el tamaño de la criminalidad de Estados Unidos permite que la sociedad absorba el déficit, en Colombia esa recurrencia en no castigar tiene efectos devastadores sobre el Estado de derecho.
Y es ahí donde radica la importancia de la reforma a la justicia que acaba de presentar el gobierno del presidente Juan Manuel Santos. El ejecutivo ha dicho que tiene la voluntad de reconstruir una institución que se cae a pedazos. El proyecto toca varios de los puntos críticos. En particular, hace los ajustes que necesita la cúspide del poder judicial para apaciguar la tormenta que se había creado, pero deja abiertos interrogantes sobre si ha pensado en todos los mecanismos necesarios para controlar la epidemia de criminalidad (ver recuadro).
El ministro Germán Vargas les salió al paso a las primeras críticas y dijo que esta es apenas la cuota inicial, la reforma constitucional, y que luego se tendrán que tramitar una ley estatutaria y una ley ordinaria. Con el contenido de estas últimas se sabrá el verdadero alcance del cambio. Se podrá saber entonces si se trata de una reforma real o tan solo de unos ajustes para calmar los ánimos.
¿Cuál es el desafío de la justicia? ¿Qué es lo que está fallando? ¿Qué tan profunda es la crisis?
1. La impunidad: la justicia ni cojea ni llega
El tamaño del problema de la justicia en el país se puede demostrar con una operación aritmética simple: entre 1995 y 2010, el número de casos que ingresaron al sistema judicial creció en 180 por ciento; sin embargo, el número de jueces, magistrados, fiscales y detectives para atenderlos no aumentó más del 20 por ciento (ver gráfica).
Esa desproporción se traduce, por ejemplo, en que hoy a un solo agente del CTI, que investiga atracos, le pueden tocar 500 y hasta 1.000 casos. ¿Cuántas bandas podrá desvertebrar con esa sobrecarga de trabajo? El trancón de expedientes no se da solo en lo penal. Cualquier caso que llega al Consejo de Estado cae en una especie de hoyo negro y solo se sabe de él diez años después, porque los procesos pendientes ya suman 10.000. Y el Consejo Superior de la Judicatura, que investiga a jueces y abogados, no se queda atrás: en los últimos diez años se han triplicado las sanciones y si bien cada día castiga a seis juristas, aún no da abasto.
Ese último dato revela además que algo está muy podrido por dentro: carteles de abogados con cómplices en juzgados han sido los grandes protagonistas del megadesfalco de 3,5 billones de pesos al erario, vía pensiones tramposas de Foncolpuertos, Cajanal y Telecom.
Más allá de la anécdota, lo preocupante es que se está dando una perversa combinación de aumento de la criminalidad y disminución del porcentaje de delitos que son castigados. Lo que puede dar pie a un efecto de bola de nieve en el que mientras mayor sea el número de crímenes sin castigo, se reduce el costo para los colombianos de incurrir en un delito y, por ende, hay más probabilidades de que la violencia siga aumentando.
2. Ocho años en el limbo
El segundo ingrediente de la crisis es de carácter político: el gobierno del presidente Álvaro Uribe, así como fue bueno para la seguridad, resultó malo para el aparato de la justicia. Tal vez uno de sus errores más graves fue haber unido el Ministerio de Justicia con el del Interior, porque en la práctica no lo fusionó sino que lo desapareció.
La Casa de Nariño, además, estuvo de pelea permanente con el Palacio de Justicia y eso debilitó a la rama. Desde el primer día, el ministro Fernando Londoño propuso reformas para recortarle poder a la Justicia, y hasta poco antes de que Uribe dejara la Presidencia el país vio saltar chispas en su guerra con la Corte Suprema. El escándalo de las 'chuzadas' ilegales del gobierno a la Corte pasará a la historia como uno de los capítulos más oscuros del país. Y no menos grave para la justicia, y en particular para su aplicación en Medellín, fue el hecho de que el hermano de su ministro de Justicia haya sido detenido por ayudarle, supuestamente, a la mafia desde su cargo como director de Fiscalías de esa ciudad.
Es difícil calcular todo el daño que provocó ese divorcio entre los dos colosos del poder público. Lo cierto es que durante esos ocho largos años no hubo cerebro que pensara hacia dónde debía ir la política criminal y de justicia del país. Como efectos colaterales de la pelea, la Fiscalía, el aparato más poderoso de investigación, lleva más de un año sin Fiscal General en propiedad, y la Corte Suprema está dando un deplorable espectáculo -de división entre uribistas y antiuribistas- con su incapacidad de ponerse de acuerdo para elegirlo.
Como si fuera poco el desbarajuste del aparato de justicia, además del problema de la elección de Fiscal y del presidente de la Corte Suprema en propiedad -que tampoco ha sido elegido-, hay otro cargo clave que desde hace más de un año no tiene doliente porque el Consejo de la Judicatura tampoco ha podido ponerse de acuerdo. Se trata del gerente de la rama, que si bien no es una figura de tanta exposición en medios como el Fiscal, maneja una importante tajada burocrática: cerca de 30 magistrados regionales con sueldos de 14 millones de pesos, y es el encargado de ejecutar casi ocho billones de pesos de la rama judicial en cuatro años.
3. Politización de la justicia
La tercera grieta de la justicia no es producto de la coyuntura de un gobierno como el caso anterior, ni tampoco es un problema estructural como el primero, sino que es un desperfecto de la Constitución de 1991 y, a diferencia de los otros dos, más fácil de reparar. Tiene que ver con una frase que ha hecho carrera en los últimos meses, según la cual la justicia se "politizó". Hay quienes, como el ex ministro Humberto de la Calle, dicen que como muestra de ello hoy en la Corte Suprema se habla de "bancadas". Haciendo referencia a que el alto tribunal está divido en dos grupos y por eso no ha podido elegir al Fiscal General.
Pero más allá del comentario punzante, lo que se ha presentado son dos síntomas preocupantes: el primero, tal vez el menos grave, es el de la división de la Corte Suprema, que responde más a una reacción coyuntural producto de los rifirrafes con el presidente Álvaro Uribe. Y el segundo, que puede resultar más nocivo, es el Consejo Superior de la Judicatura. El presidente Uribe le dio carta blanca al Congreso para que nombrara magistrados para la Sala Disciplinaria de este alto tribunal, y los parlamentarios, antes que reconocidos juristas, designaron políticos de profesión con hojas de vida no necesariamente pulcras. El descontento llegó a tal punto que el magistrado Nilson Pinilla, entonces presidente de la Corte Constitucional, se despachó en su momento diciendo: "Hay un organismo terriblemente descompuesto, que es la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, en donde se están tomando decisiones preocupantes".
En el fondo lo que fracasó -y que la reforma del gobierno Santos piensa remediar- fue la fórmula de la Constitución de 1991 de permitir que las Cortes participaran en la elección de altos funcionarios como el Contralor, el Procurador y el Fiscal, y que a su vez el Presidente y el Congreso tuvieran que ver en la elección de magistrados del Consejo Superior de la Judicatura y de la Corte Constitucional.
4. 'Tsunami' en la Fiscalía
A esos problemas macro se les ha sumado en este año un lío puntual: el del tsunami que azotó a la Fiscalía desde febrero y del que aún se están sintiendo fuertes réplicas. Un fallo de tutela de la Corte Suprema le dio un ultimátum al fiscal general, Guillermo Mendoza, para que incorporara a la Fiscalía a cerca de 5.000 personas que pasaron el examen en 2007. Una tarea a la que el ex fiscal Mario Iguarán, ayudado por otros fallos de la Corte, le había sacado el cuerpo. So pena de desacato, Mendoza en dos meses hizo el revolcón. Y cuando pensó que ya había cumplido la tarea, apareció una nueva decisión de la Corte Suprema en mayo: le ordenó que tenía que llenar todos los cargos de la Fiscalía que no eran de carrera.
Eso quiere decir que tienen que cambiar a 2.000 fiscales más. En plata blanca, sumando las dos tandas equivale a relevar más de la mitad de todos los investigadores del búnker. El gobierno de Estados Unidos está alarmado con la decisión; uno de sus voceros dice que el examen estaba diseñado más para profesores de Derecho que para medir la sangre fría que se necesita para enfrentar a peligrosos criminales, y se queja de que con el despido masivo se están perdiendo más de 50 millones de dólares que se invirtieron en la formación de esos fiscales.
La gran paradoja es que perdieron el examen prestigiosos directores de las unidades de fiscalías que han dado muy buenos resultados. Al parecer, porque tuvieron menos tiempo para preparar el examen. La Fiscalía está haciendo todo lo posible para mantenerlos en su nómina. El gran interrogante por resolver es si los nuevos fiscales serán mejores en el terreno que sus antecesores. Por ahora, lo único cierto es que la Fiscalía está saliendo de un momento traumático, como le sucedería a cualquier organismo al que le cambian la mitad o más de su columna vertebral.
El panorama de la justicia se ve apocalíptico. Hay serios problemas de violencia en el país y de ausencia de derechos para los que la justicia no está preparada. Sin embargo, sería injusto desconocer que mantiene a flote su imagen ante los colombianos gracias a su efectividad en casos de alto impacto y por el empeño de cientos de fiscales, jueces y magistrados que por momentos parecen héroes y heroínas solitarios contra las más pavorosas mafias.
Colombia se ha concentrado los últimos diez años en la guerra y no se ha dado cuenta de cómo se ha resquebrajado el pedestal de la justicia sobre el cual se sostiene la Nación. Si el país está transitando hacia la posguerra, así como la seguridad democrática se convirtió en una cruzada de los últimos ocho años del Estado, sería un error no darle la misma importancia ahora a la justicia.
Peor aún. El hecho de que capturen o condenen a los culpables no garantiza un castigo ejemplar. A uno de cada cuatro presos se le da casa por cárcel. Y de ese beneficio han gozado delincuentes tan peligrosos como Kener, jefe de sicarios de la oficina de Envigado, quien se burló del grillete electrónico y provocó un escándalo con su fuga.
Con toda razón, el alcalde de Medellín, Alonso Salazar, pidió auxilio la semana pasada. "Si el presidente Santos no nos ayuda en este momento con hechos, pueden pasar cosas más dramáticas en la ciudad", exclamó. Según él, en Medellín hay criminales que llevan más de diez años en el bajo mundo y aún no tienen expediente alguno abierto. El director de la Policía, general Óscar Naranjo, también encendió las alarmas: denunció que este año han capturado a 18.000 por porte ilegal de armas y el 90 por ciento de ellos ya están hoy libres. Lo más escandaloso es que peligrosos delincuentes quedan en libertad porque fiscales y jueces de garantías no se habían enterado de que se aumentó a cuatro años la pena para ese delito.
El fiscal general, Guillermo Mendoza, también es muy crítico y dice que aún no se ha podido atacar la delincuencia del día a día. Pero también anota que "eso sucede incluso en Estados Unidos, donde tienen una gran fuerza de policía judicial". Y eso es cierto. Pero la diferencia es que mientras el tamaño de la criminalidad de Estados Unidos permite que la sociedad absorba el déficit, en Colombia esa recurrencia en no castigar tiene efectos devastadores sobre el Estado de derecho.
Y es ahí donde radica la importancia de la reforma a la justicia que acaba de presentar el gobierno del presidente Juan Manuel Santos. El ejecutivo ha dicho que tiene la voluntad de reconstruir una institución que se cae a pedazos. El proyecto toca varios de los puntos críticos. En particular, hace los ajustes que necesita la cúspide del poder judicial para apaciguar la tormenta que se había creado, pero deja abiertos interrogantes sobre si ha pensado en todos los mecanismos necesarios para controlar la epidemia de criminalidad (ver recuadro).
El ministro Germán Vargas les salió al paso a las primeras críticas y dijo que esta es apenas la cuota inicial, la reforma constitucional, y que luego se tendrán que tramitar una ley estatutaria y una ley ordinaria. Con el contenido de estas últimas se sabrá el verdadero alcance del cambio. Se podrá saber entonces si se trata de una reforma real o tan solo de unos ajustes para calmar los ánimos.
¿Cuál es el desafío de la justicia? ¿Qué es lo que está fallando? ¿Qué tan profunda es la crisis?
1. La impunidad: la justicia ni cojea ni llega
El tamaño del problema de la justicia en el país se puede demostrar con una operación aritmética simple: entre 1995 y 2010, el número de casos que ingresaron al sistema judicial creció en 180 por ciento; sin embargo, el número de jueces, magistrados, fiscales y detectives para atenderlos no aumentó más del 20 por ciento (ver gráfica).
Esa desproporción se traduce, por ejemplo, en que hoy a un solo agente del CTI, que investiga atracos, le pueden tocar 500 y hasta 1.000 casos. ¿Cuántas bandas podrá desvertebrar con esa sobrecarga de trabajo? El trancón de expedientes no se da solo en lo penal. Cualquier caso que llega al Consejo de Estado cae en una especie de hoyo negro y solo se sabe de él diez años después, porque los procesos pendientes ya suman 10.000. Y el Consejo Superior de la Judicatura, que investiga a jueces y abogados, no se queda atrás: en los últimos diez años se han triplicado las sanciones y si bien cada día castiga a seis juristas, aún no da abasto.
Ese último dato revela además que algo está muy podrido por dentro: carteles de abogados con cómplices en juzgados han sido los grandes protagonistas del megadesfalco de 3,5 billones de pesos al erario, vía pensiones tramposas de Foncolpuertos, Cajanal y Telecom.
Más allá de la anécdota, lo preocupante es que se está dando una perversa combinación de aumento de la criminalidad y disminución del porcentaje de delitos que son castigados. Lo que puede dar pie a un efecto de bola de nieve en el que mientras mayor sea el número de crímenes sin castigo, se reduce el costo para los colombianos de incurrir en un delito y, por ende, hay más probabilidades de que la violencia siga aumentando.
2. Ocho años en el limbo
El segundo ingrediente de la crisis es de carácter político: el gobierno del presidente Álvaro Uribe, así como fue bueno para la seguridad, resultó malo para el aparato de la justicia. Tal vez uno de sus errores más graves fue haber unido el Ministerio de Justicia con el del Interior, porque en la práctica no lo fusionó sino que lo desapareció.
La Casa de Nariño, además, estuvo de pelea permanente con el Palacio de Justicia y eso debilitó a la rama. Desde el primer día, el ministro Fernando Londoño propuso reformas para recortarle poder a la Justicia, y hasta poco antes de que Uribe dejara la Presidencia el país vio saltar chispas en su guerra con la Corte Suprema. El escándalo de las 'chuzadas' ilegales del gobierno a la Corte pasará a la historia como uno de los capítulos más oscuros del país. Y no menos grave para la justicia, y en particular para su aplicación en Medellín, fue el hecho de que el hermano de su ministro de Justicia haya sido detenido por ayudarle, supuestamente, a la mafia desde su cargo como director de Fiscalías de esa ciudad.
Es difícil calcular todo el daño que provocó ese divorcio entre los dos colosos del poder público. Lo cierto es que durante esos ocho largos años no hubo cerebro que pensara hacia dónde debía ir la política criminal y de justicia del país. Como efectos colaterales de la pelea, la Fiscalía, el aparato más poderoso de investigación, lleva más de un año sin Fiscal General en propiedad, y la Corte Suprema está dando un deplorable espectáculo -de división entre uribistas y antiuribistas- con su incapacidad de ponerse de acuerdo para elegirlo.
Como si fuera poco el desbarajuste del aparato de justicia, además del problema de la elección de Fiscal y del presidente de la Corte Suprema en propiedad -que tampoco ha sido elegido-, hay otro cargo clave que desde hace más de un año no tiene doliente porque el Consejo de la Judicatura tampoco ha podido ponerse de acuerdo. Se trata del gerente de la rama, que si bien no es una figura de tanta exposición en medios como el Fiscal, maneja una importante tajada burocrática: cerca de 30 magistrados regionales con sueldos de 14 millones de pesos, y es el encargado de ejecutar casi ocho billones de pesos de la rama judicial en cuatro años.
3. Politización de la justicia
La tercera grieta de la justicia no es producto de la coyuntura de un gobierno como el caso anterior, ni tampoco es un problema estructural como el primero, sino que es un desperfecto de la Constitución de 1991 y, a diferencia de los otros dos, más fácil de reparar. Tiene que ver con una frase que ha hecho carrera en los últimos meses, según la cual la justicia se "politizó". Hay quienes, como el ex ministro Humberto de la Calle, dicen que como muestra de ello hoy en la Corte Suprema se habla de "bancadas". Haciendo referencia a que el alto tribunal está divido en dos grupos y por eso no ha podido elegir al Fiscal General.
Pero más allá del comentario punzante, lo que se ha presentado son dos síntomas preocupantes: el primero, tal vez el menos grave, es el de la división de la Corte Suprema, que responde más a una reacción coyuntural producto de los rifirrafes con el presidente Álvaro Uribe. Y el segundo, que puede resultar más nocivo, es el Consejo Superior de la Judicatura. El presidente Uribe le dio carta blanca al Congreso para que nombrara magistrados para la Sala Disciplinaria de este alto tribunal, y los parlamentarios, antes que reconocidos juristas, designaron políticos de profesión con hojas de vida no necesariamente pulcras. El descontento llegó a tal punto que el magistrado Nilson Pinilla, entonces presidente de la Corte Constitucional, se despachó en su momento diciendo: "Hay un organismo terriblemente descompuesto, que es la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, en donde se están tomando decisiones preocupantes".
En el fondo lo que fracasó -y que la reforma del gobierno Santos piensa remediar- fue la fórmula de la Constitución de 1991 de permitir que las Cortes participaran en la elección de altos funcionarios como el Contralor, el Procurador y el Fiscal, y que a su vez el Presidente y el Congreso tuvieran que ver en la elección de magistrados del Consejo Superior de la Judicatura y de la Corte Constitucional.
4. 'Tsunami' en la Fiscalía
A esos problemas macro se les ha sumado en este año un lío puntual: el del tsunami que azotó a la Fiscalía desde febrero y del que aún se están sintiendo fuertes réplicas. Un fallo de tutela de la Corte Suprema le dio un ultimátum al fiscal general, Guillermo Mendoza, para que incorporara a la Fiscalía a cerca de 5.000 personas que pasaron el examen en 2007. Una tarea a la que el ex fiscal Mario Iguarán, ayudado por otros fallos de la Corte, le había sacado el cuerpo. So pena de desacato, Mendoza en dos meses hizo el revolcón. Y cuando pensó que ya había cumplido la tarea, apareció una nueva decisión de la Corte Suprema en mayo: le ordenó que tenía que llenar todos los cargos de la Fiscalía que no eran de carrera.
Eso quiere decir que tienen que cambiar a 2.000 fiscales más. En plata blanca, sumando las dos tandas equivale a relevar más de la mitad de todos los investigadores del búnker. El gobierno de Estados Unidos está alarmado con la decisión; uno de sus voceros dice que el examen estaba diseñado más para profesores de Derecho que para medir la sangre fría que se necesita para enfrentar a peligrosos criminales, y se queja de que con el despido masivo se están perdiendo más de 50 millones de dólares que se invirtieron en la formación de esos fiscales.
La gran paradoja es que perdieron el examen prestigiosos directores de las unidades de fiscalías que han dado muy buenos resultados. Al parecer, porque tuvieron menos tiempo para preparar el examen. La Fiscalía está haciendo todo lo posible para mantenerlos en su nómina. El gran interrogante por resolver es si los nuevos fiscales serán mejores en el terreno que sus antecesores. Por ahora, lo único cierto es que la Fiscalía está saliendo de un momento traumático, como le sucedería a cualquier organismo al que le cambian la mitad o más de su columna vertebral.
El panorama de la justicia se ve apocalíptico. Hay serios problemas de violencia en el país y de ausencia de derechos para los que la justicia no está preparada. Sin embargo, sería injusto desconocer que mantiene a flote su imagen ante los colombianos gracias a su efectividad en casos de alto impacto y por el empeño de cientos de fiscales, jueces y magistrados que por momentos parecen héroes y heroínas solitarios contra las más pavorosas mafias.
Colombia se ha concentrado los últimos diez años en la guerra y no se ha dado cuenta de cómo se ha resquebrajado el pedestal de la justicia sobre el cual se sostiene la Nación. Si el país está transitando hacia la posguerra, así como la seguridad democrática se convirtió en una cruzada de los últimos ocho años del Estado, sería un error no darle la misma importancia ahora a la justicia.
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