DESPUÉS DE DÉCADAS DE OLVIDO y desprotección, el Congreso ha logrado, con la participación activa no sólo de los de la coalición de gobierno, consensos políticos fundamentales sobre el proyecto de ley de víctimas, que llega esta semana a cuarto debate, su estación final en el Legislativo.
El paso por las discusiones anteriores ha sido provechoso. La iniciativa, llamada a cerrar muchas de las heridas de la violencia y a sentar las bases para una sociedad menos indolente y más solidaria, se ha beneficiado de los puentes de diálogo entre ponentes y partidos, y varios puntos del proyecto se han enriquecido al tiempo que otros, con buen tino, se han corregido. La Comisión Primera del Senado acertó, por ejemplo, al correr hacia atrás la fecha a partir de la cual se reconocería a las víctimas beneficiarias y acertó, igualmente, al eliminar el controversial Derecho de Superficie, el cual establecía que cuando la tierra se encontrara en manos de un poseedor de buena fe operando un sistema de producción, la familia despojada recibiría el título de propiedad de su bien, pero no podría trasladarse a continuar la explotación, sino que recibiría a cambio sólo una renta.
No obstante, pese a estos y otros avances importantes, todavía pueden y deben mejorarse mecanismos que se prestan a confusión o que históricamente no han funcionado. Por ejemplo, el proyecto no ha alcanzado una propuesta clara sobre la institucionalidad que implementará de manera pronta, transparente y eficaz un conjunto tan amplio de medidas, y otros temas como la segunda instancia en las reclamaciones de tierras, o la forma en la que se garantizará la participación de las víctimas, están todavía en mora de ser aclarados. Tampoco debe perderse de vista que el Congreso le entrega amplias facultades al Gobierno para reglamentar componentes centrales de las medidas, como es el caso de la indemnización administrativa, a la cual en el último debate se le introdujo un contrato de transacción que limita el acceso de éstas a otras indemnizaciones y que seguramente propiciará una ardua discusión en plenaria. De forma que, a pesar de lo recorrido y de los buenos pronósticos, el proyecto, como lo hizo una iniciativa similar en 2009, puede todavía quedarse en el camino.
Celebrar antes de tiempo no es prudente, pero tampoco será hacerlo después: si el proyecto no se hunde, serán grandes los retos del Gobierno, entre ellos, reglamentar la ley sin restringir su contenido, adecuar las instituciones para que las víctimas puedan hacer realidad sus derechos, consultar —como lo exige la Constitución— a las comunidades étnicas y garantizar, por supuesto, los recursos financieros. Es decir, lograr que la ley no quede en papel, el paso tal vez más difícil. Sin duda, para la administración Santos la aprobación de la ley no sería el punto de llegada sino el banderazo de partida, un banderazo que por lo demás comenzaría a medir el éxito o fracaso de su agenda.
Aunque es la cabeza visible, sin embargo, no sólo la administración actual está llamada a comprometerse con las víctimas. La ley, que realmente se espera que sea aprobada antes del cierre de esta legislatura, debe concebirse como una pieza dentro de una estrategia más amplia, lo que significa asumirla no como una política de gobierno, sino como una verdadera política de Estado. Una norma que deberá ser acompañada en el futuro por otras medidas de esclarecimiento y verdad sobre lo sucedido en el conflicto, así como de reformas a la llamada Ley de Justicia y Paz. En palabras más claras: una medida que debe hacer parte de un sistema integral de justicia transicional, cuya ejecución le incumbe tanto al gobierno actual como a los que vienen, a los otros poderes públicos y, no lo olvidemos, a toda la sociedad colombiana.
Editorial |24 Abr 2011
Por: Elespectador.com
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